Todos hemos tenido uno.
Absurdo como ninguno.
Pesado y pasado.
De andares arrastrados.
De fórmulas llenaba la pizarra.
Tenía un don: dar la tabarra.
Siempre poniendo problemas,
sus clases eran como un enema.
Decalitros de aburrimiento,
kilolitros de tormento.
Te horrorizaba con la asociativa,
te estallaba la cabeza con la distributiva.
Gracias a él aborrecí
al número Pí.
Explicaba una integral
y te formaba un lío fenomenal.
Y, con una ecuación de segundo grado,
acababas totalmente asqueado.
Era él.
El de las clases apáticas,
y erráticas.
El siniestro profesor de matemáticas.
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